Por Héctor Aredes
@hector.aredes
Nunca imaginé que una ciudad pudiera sentirse tan intensamente desde el primer momento. Llegué a Ámsterdam en vuelo puntual, dejando atrás los cielos soleados de Madrid, con mi valija cargada de expectativas, y me fui con el corazón lleno de recuerdos y un puñado de emociones difíciles de explicar.
Mi primer amanecer en Ámsterdam fue silencioso, apenas interrumpido por el sonido suave de una bicicleta y el crujido de hojas caídas en un canal. Caminé sin rumbo por sus calles empedradas, flores en las ventanas y casas altas con fachadas torcidas que parecen estar en equilibrio por pura terquedad. Me sentí parte de una postal, pero viva. A esa hora, Ámsterdam susurra. Las bicicletas pasan suavemente, los primeros cafés abren sus puertas, y el reflejo del cielo en el agua parece una pintura en movimiento.
Llegue a la Plaza Dam, el corazón de la ciudad. Siempre me gusta comenzar a conocer cada ciudad desde sus plazas. El Palacio Real, – donde me quede en vano esperando a Máxima con unos alfajores de maicena que tanto le gustan -, la iglesia Nueva, lugar de coronaciones y bodas reales, el Museo de Cera de Madame Tussauds, los exclusivos grandes almacenes Bijenkorf y el monumento en memoria de las víctimas de la Segunda Guerra Mundial, son los edificios más emblemáticos que la rodean.
Lo primero que uno siente al llegar a los Países Bajos es que el agua está en todas partes. Atravesada por más de 100 kilómetros de canales y más de 1,500 puentes que surcan la ciudad, Amsterdam se descubre caminando y, mejor aún, desde un paseo en barco.
Me subí a uno cerca de la bellísima Estación Central y quedé deslumbrado al ver la ciudad desde esa perspectiva.
Al navegar por sus canales principales, se pueden admirar las típicas casas con fachadas que parecen salidas de un cuento. No me cansé de mirarlas y disfrutar sus diseños y arquitectura desafiante. Las casas son tan estrechas porque originalmente los impuestos se basaban en el ancho de la fachada, lo que incentivó la construcción de casas delgadas. Además, la ciudad se construyó sobre un terreno pantanoso, lo que limitaba el espacio disponible para construir y obligaba a las casas a ser altas y angostas.
Hay algo casi mágico en perderse entre canales en Amsterdam. Cada puente, cada calle, regalan postales y relatos inolvidables, y la atmósfera de sus barrios como Jordaan, donde cada rincón cuenta una historia, hacen a esta una ciudad fácil de amar, porque la capital de los Países Bajos, es mucho más que su fama de ciudad liberal y tolerante.
Hacia el mediodía los cafés vibran, llenos de gente que disfruta en sus terrazas el sol no tan frecuente por estos lados. No te podés ir sin comer las famosas papas fritas que se venden por todas partes y en algunos lugares como “Manneken Pis” son tan famosas por su estilo flamenco, crujientes por fuera y suaves por dentro, que se forman a veces largas colas para comprarlas.
Cae la noche y Amsterdam se ilumina de una manera tenue, y la ciudad adquiere una atmosfera especial. Imposible no pasar por el controvertido Barrio Rojo que forma parte de la identidad abierta y tolerante de los neerlandeses. Mientras bellísimas mujeres ofrecen sus servicios desde los escaparates, los coffee shops rebalsan de gente, y esta zona de Amsterdam se convierte en una Babel donde se escuchan absolutamente todos los idiomas del mundo.
Los museos son un capítulo aparte, y la Plaza de los Museos concentra una de las mayores cantidades de obras de arte del mundo por metro cuadrado. Mi ansiada visita al Museo Van Gogh fue más que una experiencia cultural. Fue un encuentro íntimo con la sensibilidad de un artista que encontró belleza incluso en la oscuridad. Vincent me conmueve siempre y esta no fue la excepción. Me impresionó la fragilidad que se esconde en sus girasoles, en sus cartas, en sus autorretratos. No son solo cuadros; son pedazos de una vida intensa, tremenda impactante… Van Gogh: un genio desencajado en su mundo, creativo, desbordante, capaz de hacernos conmover con sus cuadros tantos años después…
El Rijksmuseum o Museo Nacional de Ámsterdam con su bellísima fachada y estilo es otro icono de la ciudad. Posee la más famosa colección de pinturas del siglo de oro y por supuesto Rembrandt es la estrella de este museo.
En la Casa de Ana Frank, no pude contener las lágrimas.
Caminar por esos estrechos pasillos, leer sus palabras escritas a escondidas, mirar por la misma ventana por donde ella soñaba… fue una experiencia profundamente humana. Reservé mi entrada con antelación, y agradezco haberlo hecho: es un lugar que merece respeto y tiempo. Salí en silencio, conmovido por la fuerza de una niña que sigue hablando al mundo desde su escondite. Pensé mucho en Ana lo largo de todo mi viaje.
Pero más allá de los museos, me cautivó la vida cotidiana de la ciudad: los mercados al aire libre, los cafés junto al agua, y el impresionante tráfico ciclista que da a la ciudad un ritmo único. La bicicleta es la reina de Ámsterdam. Hay más bicis que habitantes. Tenés que estar atento, no cruzarte y esquivar siempre las bicis! Creeme, porque si no, no podría estar escribiendo esta nota.
Ámsterdam también florece, literalmente. El Bloemenmarkt, el mercado flotante de flores, es un estallido de colores y aromas. Fue como caminar dentro de una paleta de acuarelas, con aromas florales exquisitas. Compré bulbos de tulipanes para llevarme un pedacito de la ciudad.
Entre molinos, quesos y casitas de cuento: una escapada por Zaanse Schans, Volendam, Marken y Edam
El encanto neerlandés no se queda en Ámsterdam. En mi recorrido, llegué hasta unos pueblos de cuento.
Los Molinos de Zaanse Schans
Hay lugares que te hacen sentir que estás caminando dentro de una pintura antigua. Así me pasó en Zaanse Schans, un pequeño rincón a las afueras de Ámsterdam que huele a madera, a galletas recién horneadas… Lo primero que vi fueron los molinos de viento, perfectamente alineados a orillas del río Zaan, girando sus aspas como si aún molieran granos o prensaran pigmentos para pintura. Y ahí me quedé, boquiabierto.
Pero Zaanse Schans es más que molinos. Es un pueblo-museo donde las casas de madera verde, con sus jardines cuidados al milímetro, están llenas de vida. Me detuve en una quesería artesanal donde probé varios tipos de gouda y me explicaron cómo lo elaboran. En otra casita, vi cómo se fabrican los típicos zuecos de madera.
El ambiente en Zaanse Schans es tranquilo, aunque bastante visitado por turistas. Aun así, se respira autenticidad. La gente que trabaja allí lo hace con pasión y ganas de compartir su cultura. Mi consejo: si vas, anda temprano para disfrutarlo con calma. Camina despacio, entra en cada rincón, y sobre todo, escucha las historias que cuentan quienes conservan estas tradiciones
Edam: el pueblo del queso y la tranquilidad
Seguí viaje a Edam. Famosa por su queso redondo y cubierto de cera roja, este pequeño pueblo es mucho más que eso. Pasear por sus canales, cruzar sus puentes de piedra y admirar sus casas del siglo XVII fue un viaje por los cuentos que leía en mi infancia. Me perdí entre sus calles y terminé en una quesería familiar, donde me contaron cómo hacen el queso y, por supuesto, me ofrecieron probarlo.
Volendam: entre barcos y sabores del mar
Luego llegué a Volendam y sentí que había entrado en una postal: casitas de colores y barcos de pesca amarrados en el puerto. Aquí, el olor a mar se mezcla con el aroma de pescado fresco, y no pude resistirme a probar el tradicional «kibbeling», trozos de bacalao rebozados y fritos, acompañados de una salsa tártara irresistible. Me dejé llevar por las calles empedradas, curioseando en tiendas donde vendían desde trajes típicos hasta arenques en conserva.
Marken: una isla detenida en el tiempo
A pocos minutos en barco, Marken se presenta como un mundo aparte. Esta antigua isla —hoy conectada al continente por un dique— conserva sus raíces. Sus casas verdes, de madera, construidas sobre pilotes, parecen flotar sobre el paisaje. Caminé despacio por sus calles, casi en silencio, como si no quisiera romper la magia. Marken tiene algo especial: es pequeño, tranquilo y auténtico. Me enamoré de las ventanas de las casitas bellamente decoradas. Marken es un museo viviente, ideal para quienes buscan historia, calma y vistas que parecen postales.
Al final del día, mientras volvía a Ámsterdam, me di cuenta de que estos pueblos me habían regalado algo más que fotos bonitas.
Me ofrecieron una mirada a la vida sencilla y cuidada, a tradiciones que se mantienen vivas y profundamente ligadas a la historia de los Países Bajos. Si alguna vez estás en Holanda y querés sentir su esencia más pura, hace esta ruta. No te vas a arrepentir.
Un país que no se olvida
Mi viaje por los Países Bajos estaba finalizando. Lo que más me sorprendió fue la libertad. Ámsterdam no te juzga: te permite caminar a tu ritmo, vivir a tu manera. Es una ciudad que invita a ser auténtico, a mirar con otros ojos. Viajé solo, pero nunca me sentí solo. Y eso, para mí, es el verdadero encanto de esta ciudad.
Me fui con la sensación de que aún me quedaban cosas por descubrir, y quizás esa sea su magia. No la encontré a la querida Máxima, pero me fui lleno de regalos de este bellísimo e inolvidable país. Cuando me alejaba en el tren, supe que no era una despedida. Los Países Bajos se habían quedado conmigo para siempre. Nuevos destinos me esperan porque siempre, siempre hay mas historias por descubrir.
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