Por Héctor Aredes
@hector.aredes
Hay lugares que se eligen en un mapa, y otros que parecen elegirte a vos. Tailandia fue eso: desde que di el primer paso por sus calles y vibrantes mercados, y en el momento que experimenté el silencio dorado de sus templos, supe que este viaje sería muy especial. Y es que este país se te graba en la piel y en el alma.
Mi viaje empezó en Bangkok, la ciudad que nunca duerme. Esta megalópolis de once millones de habitantes está llena de contrastes: Siam, su distrito comercial y financiero la sitúa como una ciudad futurista, con monorrieles en altura, rascacielos, centros comerciales enormes, y pantallas por todas partes. Pero también, los altares en cada rincón, la silueta de sus templos, el shock de sus sabores y el trajín de sus mercados te envuelven y llevan directo a esa atmosfera tan especial que se vive en esta ciudad, mezcla electrizante de tradición milenaria y modernidad vibrante, un festín para los sentidos. Las calles estallan con el tráfico caótico, los aromas de la comida callejera invitan a probar de todo, y el río Chao Phraya serpentea como una arteria vital que conecta barrios, templos y palacios.
La mejor manera de conocer Bangkok y salvar el caos del tránsito es en tuk tuk, rápido, simple, económico y una experiencia disparatada si además te pones a conversar con el conductor. El maravilloso Gran Palacio, con su fastuosa arquitectura y su historia como residencia real, es un imperdible y uno de los mas bellos de Tailandia. A pocos pasos, el Wat Phra Kaew alberga al Buda Esmeralda, una de las imágenes más veneradas del país. Otra parada obligada es el templo de Wat Traimit o Templo del Buda de Oro, que alberga una imagen de Buda de cinco toneladas de oro macizo cargada de historia, ya que estuvo oculta durante siglos tras ser cubierta de yeso para evitar su destrucción durante la guerra.
Una perfecta introspección al mundo espiritual y la cultura de Tailandia no puede finalizar sin pasar por el templo de Wat Pho o Templo del Buda Reclinado, me animo a decir que es uno de los budas más grandes del mundo, con 46 metros de longitud y en cuyos pies encontramos un grabado espectacular de 108 imágenes que representan acciones positivas del budismo. Me quedé boquiabierto al verlo.
La noche de Bangkok es un mundo aparte, adentrase por la Khao Sand Road, “la calle del pecado”, es ingresar a un submundo frenético donde las discos, los puestos de comida callejera donde se pueden comer desde insectos hasta cocodrilo, y el mosaico de razas e idiomas hacen que el tiempo pareciera detenerse en esta atmósfera loca y distópica.
Sigo mi travesía hacia el norte, entre montañas, templos y muchísimo verde, y me doy cuenta porqué Tailandia es maravillosa. La cultura tailandesa no solo se honra en el silencio de los templos, sino también en el bullicio de sus mercados y cocinas. La gastronomía de Tailandia es un arte, una celebración del equilibrio entre lo dulce, lo picante, lo ácido y lo salado. En cada rincón del país, los puestos callejeros ofrecen delicias inimaginables y esta fue también una experiencia inolvidable del viaje.
Llego a Ayutthaya. La antigua capital del reino de Siam es el gran centro arqueológico del país. Allí me encuentro con la icónica cabeza de buda abrazada por las raíces de un árbol, y realmente me conmueve la energía que se percibe en ese lugar.
En el corazón de Tailandia, entre campos de arroz y cielos dorados al atardecer, se encuentra Sukhothai, una joya silenciosa que aún susurra los ecos de un reino que floreció hace más de 700 años. Caminar entre sus templos es como retroceder en el tiempo hasta el inicio de la civilización tailandesa. Su parque histórico alberga más de 190 ruinas entre estanques de lotos, y estatuas de Buda que se alzan majestuosas bajo la sombra de los árboles. Me quedé un largo rato aquí, en silencio, en un momento muy espiritual y emocional.
Sigo en la ruta hacia Chang Rai y paso por otro templo hermoso: el Templo Azul. Otra vez los rezos, el aroma a inciensos y la explosión de flores y colores despiertan todos los sentidos. En el camino me impacta el poblado de las mujeres cuello de jirafa. Ancestralmente en esta cultura esta “transformación” es considerada sinónimo de belleza. Recorro el lugar con respeto, muy reflexivo y admiro la calidad y belleza de las artesanías que venden estas mujeres, mientras también converso con ellas.
Llegar al famoso “triángulo de oro” en la confluencia del rio Mekong, donde conviven las fronteras de Tailandia, Laos y Birmania, una zona caliente, antiguamente dedicadas al tráfico de opio, y hoy dominada por el intercambio de todo tipo de mercancías y el cruce continuo de personas entre estos países, es una aventura en sí, pero nuevamente otra de las grandes experiencias de este viaje.
A muy pocos kilómetros de Chiang Rai está el Templo Blanco, que es muy nuevo en contraste con todos los que visité en Tailandia. Es una obra de arte en sí mismo, proyectado y construido por uno de los artistas mas importantes del país y finalizado en el nuevo milenio. Es hoy uno de los lugares mas fotografiados de Tailandia, su carácter disruptivo y no convencional ofrece una experiencia única porque rompe por completo con los cánones de la arquitectura tradicional del país. Superhéroes y figuras mitológicas conviven en el blanco inmaculado de todo el templo, mientras casi hay que esquivar las manos que parecen emerger desde el suelo al cruzar el puente de ingreso, que permite dejar atrás el sufrimiento y alcanzar la iluminación espiritual.
Después de varios días de una travesía a través de paisajes inolvidables entre montañas cubiertas de niebla y selvas exuberantes, llegué finalmente a Chiang Mai. La “Rosa del Norte” enamora por su espiritualidad, su gastronomía vibrante, sus templos centenarios, sus mercados artesanales y cafeterías bohemias. Más de 300 templos budistas decoran la ciudad, pero hay uno que destaca entre todos: Wat Phra That Doi Suthep, ubicado en la cima de una montaña. Desde allí, la vista panorámica de Chiang Mai es impresionante, especialmente al atardecer, cuando la ciudad se tiñe de dorado.
Los mercados nocturnos de Chiang Mai son un verdadero festín de cultura y sabor, donde se puede probar desde pad thai hasta insectos fritos. A solo unos kilómetros, la naturaleza toma protagonismo. Santuarios de elefantes y plantaciones de té ofrecen un contraste perfecto y una conexión con las costumbres y raíces de este país. Mi encuentro con la serenidad y sabiduría de los elefantes fue emocionante.
Tailandia se vive con todos los sentidos, me abrazó sin prisa, con el calor de su gente y sus sonrisas eternas, y la sorpresa constante de lo inesperado. Me encontré con una historia en cada rincón. No pienso en los kilómetros recorridos, sino en las emociones que todavía me acompañan. Porque hay viajes que terminan en el mapa, pero siguen latiendo en el alma.
Y que sería de Tailandia sin sus paradisiacas playas. Después de muchos días recorriendo este país, me tomé un vuelo a Phuket para conocer las famosas islas Phi Phi y vivir uno de los festivales mas impactantes de Tailandia, pero esa travesía te la cuento en la próxima edición de Magnolia, porque siempre, siempre hay mas historias por descubrir.
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