Por Héctor Aredes @hector.aredes
Algunos dicen que Praga es la ciudad más linda del mundo. Claramente para mi está entre las cinco ciudades más bellas que he conocido, y recorrerla durante la primavera, con sus cielos soleados y sus balcones floridos, es sin dudas una experiencia inolvidable. Viajar por Centro Europa por tren es la mejor opción porque las distancias son cortas y los paisajes bellísimos: bosques que explotan de verde, lagos y ríos cristalinos, campos llenos de flores y pequeños pueblos que parecen sacados de un cuento…
Entre sus estatuas silenciosas y misteriosas, el murmullo del río y la música, tuve la certeza de que estaba caminando sobre un puente que unía más que dos orillas: unía mis pasos con un pasado eterno, y también con los pasos de miles de viajeros que alguna vez se dejaron cautivar por la misma magia. La vista de las torres góticas recortadas contra el cielo, me hicieron comprender por qué esta ciudad deja hechizados a los viajeros.
Este es uno de los puentes más famosos y lindos del mundo. Terminado en 1402, es un símbolo de la capital checa. Por esos 516 metros de piedra ha pasado la historia desde la Ciudad Chica (Malá Strana) hasta la Vieja (Staré Mesto). Fue en la Ciudad Vieja donde Praga se volvió íntima. Perderme en su laberinto de callejuelas iluminadas por faroles antiguos fue como caminar dentro de esos cuentos de la infancia donde había princesas, magos, torres eternas y hasta dragones. Y así me dejé llevar por la ciudad. Cada fachada parecía contarme una historia, cada ventana escondía un misterio, y entre cafés y librerías antiguas no pude evitar pensar en Kafka, hijo ilustre de esta ciudad, cuya sombra parece todavía caminar junto a los transeúntes. Su Praga fue la misma que la mía por instantes: una mezcla de belleza, misterio y un leve desasosiego que se esconde entre las torres góticas y los cafés antiguos. Si querés seguir los pasos de Kafka un imperdible es la escultura “La Cabeza de Kafka” al lado de la estación de metro Národní Trída, que también hizo muy famoso a su creador, David Cerný. Es una cabeza gigante formada por 42 fracciones que, al rotar mecánica y constantemente en secuencias variables, van deformando y reconstituyendo las facciones del escritor en una metamorfosis permanente.
Cerný es otro talento praguense, con obras por toda Praga, y algunos turistas se dedican a ubicarlas por la ciudad. Otra obra insigne de Cerny es la de los dos hombres orinando sobre un mapa de la República Checa, justamente en el patio del Museo de Kafka. Seguí mi camino y al llegar a la Plaza de la Ciudad Vieja, sentí que estaba en el corazón palpitante de la historia. Allí, el Reloj Astronómico se alzó frente a mí como un guardián del tiempo. Desde el siglo XV marca las horas, y me quedé hipnotizado con su desfile celestial de figuras, observando como los turistas, al sonar cada campanada, se unían en un ritual silencioso que se repite desde hace siglos. La leyenda dice que causó tanto asombro la perfección y el ingenio de este reloj, que los propios gobernantes de la ciudad ordenaron que su constructor fuera cegado para que no pudiera construir un reloj similar en otro lugar.
Más adelante, la silueta del Castillo de Praga dominaba la ciudad desde lo alto, como un vigía eterno. Recorrer sus patios y pasadizos me hizo sentir dentro de una fortaleza que guarda siglos de poder, secretos imperiales y leyendas que todavía resuenan en el aire. Y en el corazón del castillo, la majestuosa Catedral de San Vito se levanta con su imponente arquitectura gótica, como si quisiera tocar el cielo con sus agujas. Al entrar en ella sus vitrales teñidos de luz y color me hicieron pensar en lo efímero de la vida y en la eternidad que allí parece habitar.
En el castillo, donde reyes y alquimistas buscaron el secreto de la eternidad, encontré algo más sencillo y a la vez más profundo: la sensación de que a veces, basta detenerse y mirar para descubrir lo sagrado en lo cotidiano. Me fui del castillo por el misterioso Callejón del Oro, donde me pareció aun ver a los orfebres desplegando su arte medieval. Esta primavera y “La Primavera de Praga”, aquel período de liberalización política y protestas en Checoslovaquia en 1968, me llevaron hasta otro lugar famoso de la ciudad: El muro de John Lennon. Surgió en 1980 tras el asesinato del cantante aquel 8 de diciembre cuando entraba al edificio Dakota en New York, y se convirtió en un símbolo de protesta contra al régimen comunista en Checoslovaquia. Ahí artistas comenzaron a plasmar mensajes de paz y libertad, como los que inspiraba John Lennon.
A pesar de los intentos de las autoridades de borrarlos, el muro seguía apareciendo todos los días cubierto de nuevos mensajes y arte, y tras la Revolución del Terciopelo de 1989 se consolidó como un monumento a la libertad. Nuevamente la música invadió mi recorrido por la Ciudad de las Cien Torres y estoy seguro que “Imagine” nunca sonó tan lindo en mis oídos como en ese lugar.
Pero Praga está llena de historia y de la presencia de personajes increíbles, y no pude evitar seguir los pasos de Mozart…. La música me siguió acompañando en este recorrido. Y es que en Praga Mozart encontró un público que lo aplaudió con entusiasmo cuando en Viena no siempre lo comprendían. Su ópera Don Giovanni fue estrenada en esta ciudad en 1787 y todavía se respira su música, algo que enorgullece muchísimo a los habitantes de esta ciudad. Muy cerca del muro de John Lennon está una de las casas en la que se alojó este genio, y como no solo los muros cuentan historias, me quedé un largo rato en el patio lleno de flores, en silencio, bajo la sombra del mismo plátano bajo el cual Mozart disfrutaba pasar las siestas de verano en la ciudad dorada. Pero si hay música hay buena comida y la gastronomía de Praga es también una sinfonía. Me metí por la calle más angosta de la ciudad, que es tan estrecha que tiene un semáforo para que los peatones puedan cruzarla de a uno por vez, y me encontré con un restaurante con una terraza preciosa sobre el Moldava y una vista espectacular al puente de Carlos, donde comí el goulasch más rico de mi vida, siempre maridado como corresponde con una cerveza checa, que es casi una religión y una de las más sabrosas del mundo. Un dato: en la República Checa se consume la mayor cantidad de cerveza del mundo por habitante, ¡Y a veces es más barata que el agua!
Tampoco pude resistirme al trdelník, un dulce de masa enrollada, crocante, con canela y azúcar que venden en puestos callejeros. También se le agrega helado y frutas, y aquí también el pistacho reina.
Mientras contemplo por última vez las magnéticas torres de la iglesia de Týn, este parece ser el adiós perfecto. Y al caer la noche, cuando el reloj astronómico marcaba las últimas horas en la plaza y las luces doradas iluminaban las cúpulas y puentes, comprendí que Praga me regaló algo más que postales: me regaló emociones, recuerdos y la certeza de que algunos lugares no se olvidan nunca, porque Praga es un escenario que te cautiva para siempre.
Al despedirme, con la mirada fija en sus torres iluminadas contra el cielo nocturno, sentí una mezcla de melancolía y gratitud. Me fui sabiendo que Praga nunca se abandona del todo: una parte de mí quedó entre sus puentes y sus plazas, y una parte de ella viaja conmigo. Me fui lentamente hasta la estación de tren, mientras desde mi play list INXS, Mozart y John Lennon sellaban para siempre las imágenes de este viaje inolvidable. El tren partió, nuevas historias me esperaban, porque siempre, siempre hay más historias por descubrir.
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