
Por Héctor Aredes
@hector.aredes
Viajar a Viena fue un encuentro con la belleza, la historia y la emoción. Una ciudad donde cada rincón parece conservar el eco de un vals y la huella de una época dorada. Entre palacios imperiales, música eterna y cafés lujosos, descubrí una ciudad fascinante. Y es que Viena era la ciudad con más interrogantes de mi recorrido por Centroeuropa: no sabía si realmente me iba a sorprender como muchas de las bellísimas capitales que conocí durante mi viaje. Y debo decirles que, entre sus melodías sinfónicas, y la belleza de sus jardines y opulentos palacios, me enamoré de esta ciudad.


Llegar a Viena es adentrarse en una postal viva del esplendor imperial europeo. Desde el primer paseo por sus avenidas elegantes, bordeadas de palacios y una arquitectura exquisita, uno siente que el tiempo aquí no avanza con la prisa de otras ciudades, sino que se desliza con la cadencia de un vals.
Caminando por el centro histórico, los ecos del Imperio Austrohúngaro se mezclan con el presente vibrante de una ciudad que respira arte y música. La Catedral de San Esteban, con sus torres góticas, impone su presencia en el corazón de Viena; mientras que la Ópera, majestuosa y sobria, invita a imaginar noches de gala donde resonaban las composiciones de Mozart y Strauss. Viena vibra al compás de la música clásica que es de todas las manifestaciones artísticas que se han cultivado aquí, la que le ha dado su proyección más universal. Schubert y Johann Strauss nacieron en Viena, y dos genios universales, Mozart y Beethoven, también vivieron y crearon en esta ciudad abrazada por el Danubio.

Una de las cosas que mas me sorprendieron de Viena fueron sus parques, enormes, verdes, diversos, impecables… llenos y perfumados de rosas. Viena se enorgullece al ostentar la mayor cantidad de metros cuadrados verdes por habitante de Europa.


Me propuse develar los secretos del Imperio Austrohúngaro, y fue el emblemático Palacio de Hofburg el punto de partida. Cruzar sus portones es ingresar a un universo de mármol, espejos y dorados que aún guardan el espíritu de la emperatriz Elisabeth de Baviera, la inolvidable Sissi. Revitalizada por la taquillera serie de Netflix, las colas y aglomeraciones para ingresar a sus estancias, hacen que éste sea hoy uno de los lugares mas visitados de Viena.


En las habitaciones imperiales, la historia se hace íntima: los salones resplandecen con la misma elegancia de la corte, los vestidos y objetos personales de Sissi cuentan fragmentos de una vida entre el deber y la rebeldía, símbolo de una belleza etérea y una melancolía que aún parece flotar en el aire. Sissi dejó en estas paredes la huella de su increíble personalidad, pero también de su tristeza. Sus habitaciones, delicadas y silenciosas, parecen conservar su espíritu, suspendido entre la nostalgia y la eternidad.


En la visita al Museo descubrí a la mujer detrás del mito: la emperatriz que amaba la poesía, la equitación y los viajes, que luchaba contra los rígidos protocolos de la corte vienesa y buscaba libertad más allá de los muros del imperio, prisionera de un protocolo que le pesaba tanto como una corona. Frente a sus retratos, sentí la cercanía de una figura que trascendió el tiempo y la realeza para convertirse en leyenda. Sissi sigue habitando esos espacios, con un eco antiguo de una vida soñada y sufrida a la vez.

En el mismo palacio me impactó también la maravillosa Biblioteca Nacional de Austria, un derroche de belleza barroca cuya Sala de Gala se cuenta entre las más bellas del mundo. Recorrerla me hizo sentir en el set de filmación de una película.

Al salir, me detuve unos minutos frente al inmenso complejo del Hofburg, tratando de imaginar la vida cotidiana de aquella realeza que hoy es memoria. Viena entera parece girar en torno a esos recuerdos imperiales: el esplendor de Schönbrunn, los carruajes que recorren la Ringstrasse, los cafés donde el tiempo se detiene entre una taza y una porción de tarta Sacher.

Esa misma noche, quise seguir otro hilo invisible que une a Viena con la eternidad: la música. Me fui al Musikverein, el templo dorado de los melómanos del mundo, donde asistí a un concierto dedicado enteramente a Mozart. Desde el primer acorde, comprendí por qué su espíritu parece todavía vagar por esta ciudad.

Allí, bajo la cúpula resplandeciente del Goldener Saal, las sinfonías y arias se desplegaban con una perfección casi divina. Era fácil imaginar al joven Mozart caminando por las calles vienesas, componiendo, soñando melodías que aún hoy flotan en el aire. Su música no pertenece al pasado: sigue siendo la voz de Viena, porque Mozart está en todas partes: desde el envoltorio de ricos chocolates hasta artistas callejeros que también celebran su música en cada rincón de la ciudad.

Cuando salí del Musikverein, el aire fresco de la noche traía consigo el murmullo de una ciudad que vive entre la historia y la eternidad. Viena no solo deslumbra por su belleza arquitectónica o su legado imperial; deslumbra porque cada rincón respira emoción y arte.

Al día siguiente busqué refugio en la calidez de uno de los lugares más tradicionales de la ciudad: el Café Central, con su decoración de otro tiempo, espejos, columnas y lámparas de cristal. Allí, entre el rumor de las conversaciones y el tintinear de las tazas, probé una porción de tarta Sacher, esa obra maestra del cacao que resume el espíritu vienés: refinado, dulce y un poco nostálgico. La pastelería en Viena, famosa en el mundo, es un arte heredado de siglos. Una experiencia al paladar inolvidable.


Mientras el aroma del café llenaba el aire y una pieza de piano sonaba al fondo, comprendí que la magia de Viena está en su mezcla perfecta entre nostalgia y arte, entre pasado glorioso y presente intenso. Viena es un vals que nunca termina, y sus melodías y sabores quedaron resonando en mí infinitamente después de partir. Me fui entre las sombras elegantes de Sissi, las notas de Mozart, y el resplandor de sus luces doradas. La ciudad imperial había quedado atrás, nuevos destinos me esperaban, porque siempre, siempre hay mas historias por descubrir.




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